continuo alrededor de la pared. Al sentarse
y elevar la mirada uno se encuentra un
disco de luz
, un óculo abierto al cielo. En
el suelo se sitúa un círculo de mármol
blanco alineado con el
ojo de la bóveda
,
estableciendo un vínculo entre la tierra y el
cielo, conectándose el espacio interior y el
exterior.
El resultado de la experiencia es un
visionado de tres cielos –si bien son el
mismo–: el que está en el interior de la
stupa
, el que se percibe desde la sala
piramidal y el inmenso telón azul del cielo
que permanece en el exterior. Se trata de
tres momentos, tres lugares con referencias
al cielo que además exponen cualidades
distintas de su color y su transparencia.
Tres cielos que tienen la luz por materia
prima y, por tanto, cada día se renueva
ofreciendo siempre una experiencia distinta.
Pero la cosa va a más. Cuando la
secuencia lumínica
se inicia en el interior de
la
stupa
–tuve la suerte de presenciar este
fenómeno en dos ocasiones de la mano
de Mónica Jiménez Fernández y María
Cristina Sánchez Nieto– uno comienza
a cuestionarse todo lo percibido: el cielo
exterior vislumbrado a través del óculo
empieza a teñirse de naranjas, verdes,
violetas, magentas, amarillos…, al tiempo
que su densidad aumenta y parece
introducirse en el espacio habitado de la
stupa
. Las plegarias budistas se convierten
ahora en un silencio colectivo prolongado
a través del tiempo. Se trata, dice Turrell,
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