In memoriam de tu gran alma de artista: Teresa Sarto

INMEMORIAM DE TU GRAN ALMA DE ARTISTA 184 CAPÍTULO 3 En algún momento, nos preguntábamos entonces a qué tipo de ingenierías mentales podríamos recurrir y vincularnos para estimular nuestra innata capacidad creativa, para autoconstruirnos y crecer conceptualmente en aras y beneficio de nuestro arte incierto. Nos preguntábamos también si estaríamos aún a tiempo de recuperar cierto grado de inexperiencia —autenticidad, llegó a llamarse—, paralela a la más pura ingenuidad, innata en gran parte de los niños, frente a una hoja de papel o, por lo menos, si llegaríamos a alcanzar suficiente control sobre nuestro cerebro motor guía como para modelar desde nuestro interior alguna suerte de ideas artísticas a nuestro antojo. En principio, ni tan siquiera pretendíamos dominarlas todas ellas, claro que no, solo aquellas que previamente identificado su origen en relación con el tipo de célula que la genera, nos fueran ideas accesibles, pues es sabido que esas células rebeldes viven dentro de nosotros, lo hacen siempre de modo algo independiente a nuestro dominio o regulación. Pero, tal vez, podríamos llegar a controlar, con el suficiente empeño, la cantidad justa y necesaria, de entre los ci en mil millones, célula arriba, célula abajo, que parece ser, conforman nuestro apenas kilo y medio de cerebro regidor. A pesar de semejante, monumental envergadura y enredo celular cerebral, l a cuestión aun parecía presentarse accesible para nosotros. ¡Cómo no! Tal vez deberíamos dar un primer paso hacia el dominio mental del área que procesa la creatividad en el hemisferio cerebral correspondiente o, simplemente, ¿tendríamos que estimular nuestra creatividad abordando primero un buen proceso técnico de aprendizaje? El caso es que sin poder determinar a priori ningún tipo de control mental sobre nuestro propio cerebro y considerando que todas nuestras células actúan constantemente sin permiso de nuestra voluntad, e intervienen, para mayor inri, sin reparo y a su libre albedrío, sobre cualquier momento en el que pretendamos dar forma a cualquier decisión artística, ya sea una idea, un trazo, una pincelada… Todo parecía situarnos a las puertas de un abismo infinito que solo puede atravesarse mediante un único recurso viable, nuestra intuición. Tal vez, y aunque a veces caprichosa, sea esta nuestra mejor y más desconocida herramienta creativa, pero exige, como toda forma de conocimiento adquirido, constancia, dedicación, entrenamiento… Todo un rosario de esfuerzos hasta llegar al convencimiento de que en algún momento aparecerá la chispa, cuando sea preciso que aparezca, y mediante ese indicativo abstracto en forma de idea brillante en tu mente, sabes cierto que ese, y solo ese, es el momento y la idea a seguir. Esta misma forma de intuición apuntaba en primera instancia a que de no favorecer de inmediato, de alguna manera, la llegada de otras ideas, de no tomar las riendas pronto sobre el repositorio intuitivo, habríamos de permanecer para siempre esclavos de todo tipo de circunstancias ocasionales sobrevenidas, ajenas a nuestra voluntad creativa, haciéndonos del todo imposible influir sobre cualquiera de nuestros sentimientos artísticos, incluso habiendo mediado en ellos razonamientos exquisitos. A no ser que fuéramos alcanzado poco a poco el conocimiento técnico adecuado, e irlo convirtiendo intuitivamente en el mejor modelo de información sensorial guía que, entonces sí, nos habría de permitir adentrarnos en el más puro proceso de creación artística, sin trabas de oficio, avanzando seguros hacia ese infinito desconocido que es, y debe ser, el cuadro. Centrémonos por un momento en ese instante en el que nuestro cerebro ha transmitido orden a la mano para ejecutar la idea de una forma concreta. Ese preciso momento del que esperamos que tal orden se realice, se cumpla rigurosamente y la forma de la idea se plasme en el papel con la misma claridad con que la hemos visto algo. Exactamente, queremos representar la forma de esa idea y no otra, interpretada con suma precisión y detalle, hasta el punto de reconocerla de manera estricta, sin ningún matiz que corregir. Pero al recordar nuestros comienzos en estas lides, percibíamos nuevamente la sensación de que la mano de aquellos momentos era torpe en más ocasiones de las que quisiéramos recordar. Necesitaba esta responder sin interrupción a la información puntual que le iba llegando desde el cerebro, e ir aparejándose al tiempo en la utilidad y uso de determinados materiales. Todo, hasta conseguir un fluir constante, que solo llega con el tiempo, sin interrupción entre la forma de la imagen que interpreta nuestra mente y el fiel reflejo que sobre el papel o sobre el lienzo ha de realizar la mano.

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