In memoriam de tu gran alma de artista: Teresa Sarto

TERESA SARTO 123 EPISTOLARIO PARA MAITE Y EUSEBIO, AMIGOS No sé si os habrá pasado a vosotros, seguramente sí. A mí, con el paso del tiempo, me sucede algo que antes me inquietaba, incluso me irritaba, pero que ahora veo con naturalidad y hasta con alivio. Los recuerdos de las personas a las que he querido pero con las que ya no estoy tienden en general a difuminarse, pierden precisión y detalles (eso era lo que me preocupaba, incluso lo que vivía a veces como una especie de traición). Pero al mismo tiempo esos recuerdos se focalizan en momentos que creo que soy capaz de reproducir «como si» estuviera viviéndolos ahora, casi fotográficamente. Olvido lo general y paso a recordar muy intensamente lo particular. Poco importa que sepa también que esto último no es cierto, o que solo lo es de una determinada manera, pues la memoria nunca es capaz de reproducir las cosas «como si» estuvieran sucediendo, o como las vivimos cuando sucedieron. Lo relevante es que esos recuerdos, esa especie de antología de lo que vivimos que el tiempo ha acabado decantando, apuntan siempre a la cualidad o a la característica que, finalmente, creemos que mejor definía a las personas que recordamos. A mí, Maite (y te lo digo a ti, pues Eusebio ya lo sabe), hay un momento que siempre me viene inmediatamente a la memoria cada vez que pienso en vosotros. Si me detengo un poco más, vienen desde luego otros recuerdos: alguna comida feliz, cordero mediante; una tarde de tertulia, larga y compartida, en vuestra casa y en vuestro estudio; la posibilidad de un viaje a Nápoles que nunca llegamos a realizar; y risas, risas, muchas y estruendosas risas… Tengo que pensar otro poco para que vengan también a mi cabeza otros momentos que no fueron felices, qué te voy a decir. Pero ese día que siempre ya, definitivamente ya, es el primero que recuerdo de vosotros es el de una mañana (¿sería realmente una mañana?), que imagino muy soleada, a pocos metros de mi casa, en la que nos cruzamos, vosotros en vuestro coche y yo a pie. Creo recordar que golpeasteis el claxon (siempre fuisteis bastante bulliciosos) para saludarme, quizá incluso que frenasteis en seco para que la cosa no quedara en un saludo con la mano. Que parasteis es seguro, pues —aquí viene el centro del recuerdo— a continuación bajasteis del coche y hablamos apenas unos segundos, quizá un minuto, en torno a cómo estabas, a cómo iban las cosas, a la ilusión que nunca ibais a abandonar, sobre vosotros y vuestra familia. Y en esa conversación te recuerdo, Maite, guapa, no encuentro otra palabra mejor, verdaderamente guapa, como lo fuiste siempre, a pesar de todo lo que llevabas encima y de lo que sabías que estaba por llegar. Y elegante, como siempre también, porque solo faltaba —te imagino diciéndolo— dejar de ser elegante por una circunstancia tan nimia como tu enfermedad. Y te recuerdo llena de vitalidad, claro, eso por encima de todo, porque finalmente es eso lo que creo más tuyo, más singular en ti. Tu alegría de vivir, tu capacidad para distribuir alegría entre quienes te rodeaban a diario y quienes compartíamos, alguna vez, una parte de tu vida contigo. No sé si esta carta virtual debe cerrarse con una despedida. Imagino que no, pero da igual. Las despedidas de las cartas ofrecen la ocasión de mandar un abrazo y yo no voy a perderla. Ahí va ese abrazo: grande, muy grande. Para los dos. Mariano Esteban

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