In memoriam de tu gran alma de artista: Teresa Sarto

TERESA SARTO 117 EPISTOLARIO No era charrita y se le notaba mucho. Coincidí con Teresa en contadas ocasiones, en cenas con amigos y celebraciones sociales, pero en todas las circunstancias su personalidad era tan arrolladora que la recuerdo perfectamente. A veces dejamos pasar, a lo largo de nuestra vida, personas que deberíamos haber conocido mejor. El mejor recuerdo que conservo de Teresa fue una primavera de hace algunos años cuando un grupo de cuatro parejas decidimos hacer un viaje por Tierra de Campos para conocer un castillo de unos amigos míos. Les había hablado en una cena de mi amiga, que había heredado de su marido una de las colecciones privadas más importantes de arte antiguo de España. Mi amiga, junto con sus hijos, mantiene con gran esfuerzo el castillo y exhibe una parte de la colección al público. Para motivarles más en el viaje les comenté que nos enseñaría los rincones secretos que no están abiertos al público. Motivar a Teresa era relativamente sencillo. Su sonrisa perenne invitaba a compartir con ella cualquier experiencia sensorial relacionada con el arte. Durante el viaje la conversación inteligente de los compañeros estuvo aliñada por los comentarios divertidos tan característicos del sentido del humor de Teresa. Atravesamos Tierra de Campos, territorio llano, deforestado, donde predominan cultivos del cereal, salpicado de grandes pueblos con altas iglesias, castillos y algunos viejos palomares. Al medio día llegamos a nuestro destino y sobre un cerro el castillo. El castillo fue abandonado después de la invasión francesa, y en 1960 lo adquirió un industrial de la zona, quien lo restauró y convirtió en un interesante museo con salas dedicadas a la arqueología, arte sacro, pinturas, etnografía y artes populares. La cita con mi amiga se había concertado por la tarde después de comer. Antes de dirigirnos a un característico mesón para degustar un asado, Teresa nos propuso visitar una ermita cercana del pueblo. Nos sentamos en un pequeño merendero, protegidos por las sombras de apenas tres árboles como si de un oasis se tratara en aquel páramo. Teresa nos había guardado una sorpresa. Se acercó a la furgoneta y sacó una cesta de mimbre tipo picnic. Amable y divertida como siempre nos ofreció una copa y descorchó una botella de champán conservada en su temperatura correcta. Después de comer visitamos el castillo y disfrutamos mucho del recorrido antes de volver a Salamanca. Pero el recuerdo más intenso de aquel día lo protagonizó Teresa con aquel detalle lleno de sensibilidad y belleza. Durante todo el viaje había mantenido en secreto aquella preciosa cesta de mimbre para poder sorprendernos en el lugar y el momento oportuno. Que fácil era compartir con Teresa los momentos bellos y sensibles. Su capacidad para transmitir sensaciones agradables hacía que te sintieras cómodo y a la vez divertido. Los recuerdos son caprichosos y van y vienen. Teresa y su cesta de mimbre permanecen. Pedro Pérez Castro Pedro Pérez Castro

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